El calendario amenaza,
vomita y ríe,
mi caballo relincha temeroso.
Y mientras los granos de arena caen,
mis ojos se descosen.
Cuando el día se acerca,
entre reverencias y cuchillos,
me bato a duelo con mi consciencia.
¿Qué armas tiene ésta que yo no puedo vencer?
Mientras se cuenta el tiempo,
el almanaque nunca duda,
avanza sobre mi cadáver, aún vivo,
y paso a paso lo pudre cada vez más.
Pero no es mía la responsabilidad,
la culpa que arremete sin avisar,
porque así de irrespetuosa ella es.
La culpa es toda altanera y soberbia.
Es de otros por no enseñarme,
es de otros por apagarme,
es del calendario por siempre silenciosamente advertirme
y nunca mandarme un telegrama
que me deje tiritando boquiabierta,
así como alguien que ha abierto los ojos por primera vez.
Quiero decir, no es mía la culpa.
Y mientras los días desfilan
en esta pasarela de apuestas,
mi consciencia y yo luchamos por ver quién emergerá.
Y es que tanto la he traicionado...
Pero no es culpa mía
que los días pasen como agua.
Que se diluyan los placeres
y los corajes se aparten.
Es de los demás.
Siempre es de los demás.
Pero el arma de mi consciencia,
en esta batalla cíclica y perpetua contra mí,
es sólo una pregunta:
Cuando mis días se hayan terminado,
cuando el caballo ya no relinche,
cuando entienda que malgasté mis horas,
cuando me halle libre de consciencia
-y libre de vida-
y mi andar haya sido en vano,
Por esto, ¿a quién he de culpar?
vomita y ríe,
mi caballo relincha temeroso.
Y mientras los granos de arena caen,
mis ojos se descosen.
Cuando el día se acerca,
entre reverencias y cuchillos,
me bato a duelo con mi consciencia.
¿Qué armas tiene ésta que yo no puedo vencer?
Mientras se cuenta el tiempo,
el almanaque nunca duda,
avanza sobre mi cadáver, aún vivo,
y paso a paso lo pudre cada vez más.
Pero no es mía la responsabilidad,
la culpa que arremete sin avisar,
porque así de irrespetuosa ella es.
La culpa es toda altanera y soberbia.
Es de otros por no enseñarme,
es de otros por apagarme,
es del calendario por siempre silenciosamente advertirme
y nunca mandarme un telegrama
que me deje tiritando boquiabierta,
así como alguien que ha abierto los ojos por primera vez.
Quiero decir, no es mía la culpa.
Y mientras los días desfilan
en esta pasarela de apuestas,
mi consciencia y yo luchamos por ver quién emergerá.
Y es que tanto la he traicionado...
Pero no es culpa mía
que los días pasen como agua.
Que se diluyan los placeres
y los corajes se aparten.
Es de los demás.
Siempre es de los demás.
Pero el arma de mi consciencia,
en esta batalla cíclica y perpetua contra mí,
es sólo una pregunta:
Cuando mis días se hayan terminado,
cuando el caballo ya no relinche,
cuando entienda que malgasté mis horas,
cuando me halle libre de consciencia
-y libre de vida-
y mi andar haya sido en vano,
Por esto, ¿a quién he de culpar?